Estos conceptos opuestos calzan perfecto para describir la película de Derek Cianfrance, que narra el desgaste del matrimonio de Cindy (Michelle Williams) y Dean (Ryan Gosling). 


La historia es conocida: el tema es el la pareja que a lo largo de los años se vuelve dispareja por las distintas ambiciones personales y expectativas de sus integrantes. El recurso también es remañido: el relato se basa en flashbacks que permiten al director ir y volver para adentrar al público en la vida de los protagonistas. Sin embargo, lo que atrae del film no son las formas sino el contenido.

Para empezar a hablar, las actuaciones de Williams y Gosling son prácticamente insuperables. Quién mejor que el ex Diario de una pasión para retratar a un joven de bajos recursos y escasas aspiraciones, luego adulto, enamorado del amor, capaz de cualquier cursilería y entrega por conquistar a la mujer que desea. Y qué mejor que la otrora esposa engañada en Secreto en la montaña para caracterizar a una mujer eternamente conflictuada e insatisfecha.

Igual, como siempre, el todo es más que la suma de las partes ya que la combinación de la ingenuidad de Dean con la hostilidad de Cindy da lugar a una mezcla explosiva que tiñe de angustia la película. Esto, reforzado por la presencia de Faith Wladyka que hace de Frankie, la hija de ambos.

El clima de desazón también es generado por la técnica del flasback y la contraposición de imágenes de un pasado más luminoso y afable y un presente oscuro y ríspido. A pesar de las distancias, los pasajes están bien concretados porque no son disruptivos sino que se van insertando en el relato. Además, las imágenes del antes son menos pulcras con planos fuera de foco y mucho movimiento de cámara emulando la fugacidad e inconsistencia de los recuerdos.

En definitiva, Blue Valentine es un drama bien realizado, sin edulcorantes, basado en una historia que podría ser la de cualquiera sujeto a la contradicción que ocasiona la idea de un amor eterno entre sujetos finitos.
 María Julieta Rumi
“Yo quiero ser astronauta”, decía Martín, uno de mis compañeros de orientación vocacional en el Borda. Claro que con ese escenario de fondo lo suyo no podía ser considerado locura ya que para eso había que ingeniárselas un poco más. “¿Sabes dónde se estudia? ¿Hay posibilidades en la Argentina”, le preguntaba la coordinadora de grupo, a lo que el pseudo Armstrong respondía con los hombros encogidos.

Yo no me salía de mi asombro ya que en mi incipiente quinto año ya tenía memorizadas páginas completas de la guía del estudiante como las que contenían los programas de las carreras de Ciencias de la Comunicación, Ciencias Políticas e Historia. No solo eso, sino que tenía una inclinación por el periodismo y había entrevistado a dos futuros colegas de los diarios La Razón y Página 12 acerca de su experiencia.

Esto, hasta el primer embate cuando fui a las charlas vocacionales en la Feria del Libro donde Eduardo Aliverti se encargó de bajarme de un ondazo con gráficos lapidarios sobre el número de egresados de Ciencias de la Comunicación. Era víctima de una provocación, tenía bronca y le contestaba al aire que yo sí la iba a terminar.

Después vino el nerdísimo CBC, cuyas notas no se iban a volver a repetir en los años de la carrera, y la inserción laboral como operadora telefónica en asistencia al vehículo de Universal Assistance. De esa experiencia saqué ahorros y fuerzas para inscribirme de una vez por todas en el terciario de periodismo, previo el taller del Rojas a cargo del profesor Osvaldo Baigorria.

Publicable, casi publicable o no publicable pasaron a ser los nombres de mis trabajos o garabatos con palabras, seguidos de una muy buena, aceptable o mala sensación. El trabajo de secretaria me ayudó a sostenerme y a mantener mi ritmo alocado de malabares entre la carrera, el terciario y el laburo.

En esta historia reciente, por último, vino el cargo de redactora en Ciudad1 y la inevitable crisis existencial de los últimos años de la carrera en la que me encuentro parcialmente sumergida pero con altas probabilidades de que salga el sol. Porque uno tiene que guiarse por lo que siente y porque no hay Dios del periodismo que designe quien está predestinado y quién no. Cada uno escribe con sus tintas su destino.
¿Por qué no me llama? ¿Qué es lo que hice mal? expectativas y frustración son algunos de los elementos de los vínculos afectivos así como también de las relaciones de trabajo.

Esta comparación no es nada extraña si nos ponemos a pensar en las primeras impresiones en una entrevista laboral o en una primera cita romántica. La sensación de ser juzgado por lo que uno dice o por cómo se ve en estos dos ámbitos es de lo más normal. Y uno se prepara. Tiene algún speech para esquivar con gracia el escollo de una relación conflictiva del pasado, resalta sus capacidades y esconde en el placard sus puntos flacos o las cuestiones que podrían ahuyentar a cualquiera.

Pasado ese momento viene la espera acompañada por un razonamiento táctico acerca de cuándo es conveniente o no llamar y así mostrarse interesado y, al mismo tiempo, vulnerable si el otro no quiere saber nada o por el momento no se decidió porque examina otros prospectos. Finalmente la comunicación llega o no, lo que igual no baja la ansiedad ya que o 1) hay que seguir buscando  o 2) quedan por adelante más encuentros o un entrenamiento tortuoso sin que uno se haga la idea acerca de hacia dónde va la cosa.

Otro capítulo merece la consolidación de la relación. En la oficina al igual que en casa uno se puede encontrar involucrado en relaciones insanas del tipo sadomasoquista, parasitaria o de meta sexual inhibida. Esos vínculos claramente tienen su enganche pero son más fugaces que los basados en una comodidad de tipo ritual que hacen que, si bien uno podría está mucho mejor en otro lado, tan mal no está y da fiaca salir de la confort zone para emprender la cacería.

En cuanto a los finales, son todos iguales: uno deja o es dejado. Generalmente, convirtiéndose la rutina de cada uno en un patrón. Dos extremos son El serial dater que nunca se queda quieto/a y va de mina/tipo en mina/tipo y de laburo en laburo sin un rumbo claro; o el que deja su vida y aliento ingratamente en una relación o trabajo que, como caballo de estatua, no lo caga pero no lo lleva a ningún lado. Más allá de esto la idea es disfrutar, en la medida de lo posible, y no perder el respeto por uno y por el otro.

María Julieta Rumi

Vintage a full

La Ciudad está llena de ferias americanas de toda índole: de vestidos de fiestas, temáticas y a beneficio. Una forma de subsistencia que se convirtió en una alternativa chic para curiosos.

Comprar ropa es una delicia para muchos y más cuándo te sale barato. También resulta placentero el hecho de descubrir novedades con reminiscencia a distintos estilos. Sin embargo, todavía existen muchos prejuicios hacia lo usado relacionados con la higiene del otrora portador.

Más allá de esto, se encuentran las personas necesitadas que solo pueden acceder a la ropa de segunda mano por costos y los buscadores de pilchas crónicos a los que les encanta revolver canastos y pasar revista por los percheros, aunque la conquista tenga que pasar por el lavarropas antes de ponérsela encima.

En este sentido, entre los lugares más innovadores se encuentra Atuendos Trash, una feria americana a unas cuadras del Alto Palermo con ropa original de los 50, 60, 70 y 80, que combina camisas, remeras y abrigos con películas y vinilos.

También se destaca Mucha ropa, pocas perchas -un poco más lejos, en San Isidro- local en el que se pueden alquilar vestidos, tops, faldas y accesorios de fiesta usados de diseñadores nacionales e internacionales.

En cuanto a los costos, no hay dudas, no hay lugar más barato que las ferias impulsadas por iglesias como la de Santa Rosa, en Avenida Belgrano y Pasco, donde se pueden conseguir carteras, collares y trajes desde tres pesos. Gangas con historia incluida.

María Julieta Rumi
El devenir de la vida entre casualidades y causalidades siempre fue un de tema que fascinó a los hombres. Esta tópica suele encontrarse mucho en las películas, representada varias veces a través de un personaje en crisis que se encuentra con un otro ajeno que le hace replantearse su existencia. De eso se trata Un Cuento Chino.


Ricardo Darín hace de Roberto un ferretero ermitaño de descendencia italiana que vive en la casa al lado del local donde trabaja. Su existencia se desenvuelve todos los días a través de rutinas preestablecidas -que se asemejan a un trastorno obsesivo compulsivo- como comer las mismas comidas, hablar con los clientes habitúes e irse a dormir a las 23 en punto, sin falta.

Sin embargo, esta repetición constante se ve alterada por la aparición del chino Jun (Huang Sheng Huang) que busca a su tío residente en la Argentina y no habla castellano. El joven perdió a su prometida, quien murió en un tragicómico accidente cuando una vaca cayó sobre ella.

De allí en adelante, la película muestra los intentos de comunicación, más allá del lenguaje, entre dos personas cuyas vidas están signadas por el dolor. Roberto tiene que aprender a convivir con el chino al que aloja momentáneamente en su casa y también a relacionarse con Mari (Muriel Santana), la cuñada del diariero que está enamorada de él.

El film resulta entretenido, bien narrado, ambientado y filmado, logro del director Sebastián Borensztein. Los chistes y guiños referidos a la argentinidad se repiten así como los relatos que se mezclan en la trama a raíz de los recortes de diario de historias asombrosas que colecciona Roberto.

En cuanto a la escenografía, esta ilustra adecuadamente la situación de alguien que se quedó varado en el tiempo, ayudada por primeros planos bien seleccionados y una cámara que gira 180 grados en el comienzo para distinguir la historia del chino de la del argento.

En definitiva, la segunda obra de Borensztein sirve para comprobar que el cine argentino no es aburrido ni pobre y que Darín no solo hace de Darín.  Al igual que películas como El Gran Torino, del Clint Eastwood, o Las locuras del Señor Smith, protagonizada por Jack Nicholson, Un Cuento Chino deja la sensación de que el encuentro entre estos dos individuos no fue en vano y que todo en la vida tiene un porqué.

María Julieta Rumi

El veraz sentimental

¿Usted sabe a quién tiene al lado? Y si la persona en cuestión solo tiene un historial de relaciones fallidas, ¿No sería más fácil ahorrarse el tiempo? Aquí una propuesta sin precedentes.

La sensación de sentirse estafado emocionalmente es muy común entre los porteños: "Me dijo que me quería", "Me presentó a los viejos", "Nos ibamos a casar" y luego la catástrofe, la gente desaparece, busca otra pareja, sufre una crisis emocional o blanquea compromisos previamente ocultados.

Toda esta situación dolorosa y frustrante podría evitarse si hubiera un registro de las relaciones pasadas de cada cual, como para que nadie se tirara a la pileta si esta no tiene agua.

Los expedientes en cuestión tendrían que aclarar, en principio, si  la persona está casada, tiene novio/a, tiene hijos, es separada, divorciada o soltera. Luego vendrían los detalles jugosos acerca de quién dejo a quién, si se cometió una infidelidad o si, simplemente, la persona nació para llevar un parche en el ojo.

La información podría ser completada con testimonios de la gente afectada, con sus datos, por si alguien necesita hacerles una consulta.

Claro esta que esta medida no contaría con el visto bueno de los rompecorazones pero los delitos afectivos no deben quedar impunes.
María Julieta Rumi
 “Ten cuidado con lo que deseas porque puede convertirse en realidad”. Este parece ser el tema de la película de Daren Aronofsky, que tiene como protagonista a Natalie Portman en el papel de Nina, una virtuosa bailarina clásica que consigue el protagónico de la reposición de “El lago de los cisnes”.

Este logro, sin embargo, se convierte en un peso para la joven, además de la tortuosa relación con su madre y ex bailarina Erica (Barbara Hershey) que la sobreprotege y le transfiere todas sus frustraciones. Esta persecución de años por parte de su progenitora convirtió a Nina en una mujer aniñada, introvertida y patológicamente exigente, al punto de auto flagelarse por distar ella misma de una supuesta imagen de perfección.

Su ejemplo a seguir es la madura bailarina Beth (Winona Ryder) que después de años de encabezar las producciones de la compañía debe dejarla debido a su edad. Ambas dos tienen algo en común, un interior oscuro, una tendencia hacia la muerte, que el entrenador Thomas Leroy (Vincent Cassel)  busca explotar, porque ese descontrol sería parte de la fórmula del éxito.

Nina, a pesar de esto, tapa esa negrura, y se muestra dulce y tímida, en una faceta más de víctima que de victimaria. Esto, mientras resiste la exigencia de Thomas y el desafío que implica la llegada de la nueva bailarina Lily (Mila Kunis), más capaz de explotar su lado salvaje que ella. Pero, para conservar su papel, además del cisne blanco, debe llegar a ser el negro.

La película deja la sensación de una historia bien contada. Un relato acabado de cabo a rabo, donde ningún rasgo de la protagonista deja de relacionarse con la historia y con el devenir de ella. La ausencia del padre, la madre castradora, una personalidad indeterminada, los celos, la homosexualidad, el auto  flagelo se conjugan en una mezcla explosiva que solo puede dar lugar a una irremediable tragedia.

En algún punto, alguien podría criticar una cierta inestabilidad de la historia que mezcla registros producto del desorden mental que empieza a sufrir la protagonista. Más alla de esto, el recurso es válido y ya ha sido utilizado en el cine, por ejemplo en la película “El Maquinista” donde los desvarios del protagonista Christian Bale hacen que el público se pregunte qué es verdad y qué no.

Si, en cambio, se podrían obviar ciertas escenas de lesbianismo ya que insinuar es mejor que mostrar. Y esta película lo prueba con la utilización de metáforas visuales, como la bailarina de la cajita musical desmembrada o las plumas que le empiezan a salir a Nina en las heridas.

Dicho todo esto, el gran mérito de El cisne negro es contar la clásica historia del camino a la fama o al reconocimiento de una forma no edulcorada y evitando los cliches. Porque la vida es blanca, negra y de muchos otros colores. 
María Julieta Rumi