Es sábado, faltan 10 minutos para las 14 y alrededor de una de las salidas de la estación Emilio Mitre de la línea E de Subte se empiezan a congregar distintos chicos de pantalones y remeras anchas, pelos a lo Emo o gorras al revés. Ellos se acercan desde diferentes puntos a los ductos de ventilación del subterráneo, unas columnas que emergen en Parque Chacabuco, donde el grupo Parkour BA ya plantó su bandera: una lámina ploteada en la que, además del nombre, dice que se puede practicar desde los 12 años.

“Hola, seguro me reconociste porque soy muy alto”, saluda el anfitrión Eric Rishmuller, de 23 años.
Eric tiene ojos marrones saltones, pelo castaño con rulos y una barba incipiente y, como menciona, ronda los dos metros de altura. Usa un buzo negro con capucha y unos pantalones azules muy anchos, con la entrepierna a nivel de las rodillas. Estudia para ser analista en sistemas y practica parkour desde hace seis años.

“Hoy va ser un día de roles así que ojo el que se marea rápido ¿Quién no sabe hacer un rol?”, le pregunta Eric al grupo y él mismo levanta la mano para romper el hielo. Acto seguido, todos se ponen en círculo y empieza el calentamiento.“¿Qué le decimos a la muerte? ¡Hoy no!”, grita el instructor y mueve la cabeza como negando, movimiento que los otros repiten. La llamativa pregunta y respuesta no hace referencia a un hecho trágico sino a la popular serie Game of Thrones. Suben los brazos, arriba y abajo. Manos adelante: cierran y abren. Caderas para un costado “un movimiento sexy”- dice Eric - para el otro lado.

En este punto se suman cuatro personas más: dos chicos y una pareja. “Este es el baño de los perros”, se queja Eric del pasto y decide mudar a toda la tropa a otro sector del parque. Llega otro chico más y hacen 15 flexiones de brazo y 30 abdominales. La gente que pasa los mira preguntándose qué hacen y se tranquilizan cuando se dan cuenta que, al parecer, es gimnasia.

Alrededor de las 14.30 el calentamiento termina y el grupo se divide en dos: los que saben hacer roles que van con Eric y los que no, con otro chico llamado Pablo. Aunque a esta división se le suma una más, tácita, entre los alumnos y no alumnos. Los que llegaron más tarde no van a aprender sino que practican sus movimientos fuera de la clase que no son precisamente roles sino verticales y saltos desde el ducto de un metro y medio de altura. Además, son más grandes: rondan los veintipico mientras que el alumnado no supera la mayoría de edad.

“Les voy a dejar una de las inquietudes que tengo. Está en discusión cuál es el mejor rol si apoyar las manos o tirar el cuerpo y girar”, comenta Eric y luego explica cómo se hace un “rol volado” con las manos extendidas. Un padre pasa con su hijo que anda en monopatín y el chico detiene su marcha mirando al grupo como algo cool. Mientras ellos observan, otro hombre mayor, con anteojos grandes de carey y campera náutica gris, se pone a revisar su celular justo en el medio de dónde practican parkour sin darse cuenta ni inmutarse.

El rol volado evoluciona en un rol en el suelo y subirse al ducto de un metro. Luego se le suma un rol más del otro lado y el ejercicio final es un rol sobre el ducto. “La indumentaria para este rol es el buzo de la suerte”, explica Eric y se entiende: el ducto está recubierto con un cemento que raspa.

El cupo femenino se amplía terminando el ejercicio de los roles ya que se acerca una chica de unos veintipico con una beba toda vestida de rosa en un cochecito. También llega otra joven que trae un tupper enorme con budines para vender. Una chica más, que es instructora, aparece con dos botellas de agua.

“Vamos cerrando, vamos a juntarnos”, dice Eric y comienza con la charla de concientización. “El tema del que les quería hablar hoy es que haciendo parkour algún día alguien los va a tratar mal o los va a querer sacar con la policía. Mi opinión es que ellos tienen razón: tienen miedo de lo que somos o quizás piensan que les queremos robar pero si ven que somos gentiles y sólo hacemos ejercicio, no va a haber problemas. Y con mucho respeto, si te dicen ándate, ándate”.

Por último, Eric recuerda que el taller es a la gorra y los saluda hasta el sábado siguiente.  

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El parkour (que significa “recorrido” en francés) proviene del método natural y fue desarrollado en Francia, inicialmente por Raymond Belle y luego por su hijo David Belle y su grupo de amigos, los autodenominados Yamakasi (que significa “Cuerpo fuerte, espíritu fuerte, persona fuerte” en Lingala, una lengua hablada en el noroeste de la República Democrática del Congo), a fines de los años 80.

En el momento de su creación el grupo estaba formado por David Belle, Sébastien Foucan, Châu Belle Dinh, Williams Belle, Yann Hnautra, Laurent Piemontesi, Guylain N'Guba Boyeke, Malik Diouf y Charles Perriere que se sometieron a retos como entrenar en ayunas y sin agua, o dormir en el suelo sin abrigo para aprender a soportar el frío, física y mentalmente.
Para unirse al grupo, los nuevos miembros tenían que ser recomendados por un integrante y pasar una serie de pruebas con el fin de evaluar sus motivaciones. Además de lo físico, completaron su formación con valores que debían ser compartidos por todos, como la honestidad, el respeto, la humildad, el sacrificio y el trabajo duro. Si algún miembro lograba completar un reto, todos tenían que hacerlo.

Sin embargo, esa unidad empezó a resentirse al llegar la popularidad cuando un hermano de David Belle envió fotos y un video de los Yamakasi a un programa de televisión francés. Después de esta aparición vinieron los documentales, videoclips y películas de Hollywood y las divisiones: David Belle se proclamó como el creador del Pakour, Sébastién Foucan creó el Free Running (una variante más acrobática) y Williams Belle, la ADD (Academia del Arte del Desplazamiento).

Recientemente Williams Belle escribió un artículo llamado “Usted mismo es el auténtico maestro del Parkour” en el que critica a su primo David y los traceurs que lo siguen por arrogarse el título de “la auténtica vía y la única versión de la verdad sobre la historia del Parkour”. “Hay tantas historias y prácticas del Parkour como existen individuos. Ninguna práctica está por encima de otra, somos complementarios”, afirmó.

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“Comencé a practicar parkour hace 6 años y la comunidad ya era grande. Hace 10 años eran 10 o 15 personas las que hacían y ahora hay entre 5000 y 6000 chicos que practican en todo el país”, comenta Alan Ly de Baires Family, un grupo que nació en 2010.

Si bien la disciplina no es competitiva, ellos son reconocidos como los más “divertidos” en la Argentina y tienen mucho poder de convocatoria. Todos los años realizan dos encuentros nacionales en distintas provincias y organizan entrenamientos masivos en el Parkour Park del Gobierno de la Ciudad en Avellaneda o los bosques de Palermo. Además, realizaron dos shows en Tecnópolis: “Sistemáticos” y “Sistemáticos Ciudad Careta”.

“Yo empecé mirando videos y luego entrenando. Esta disciplina tiene mucho de autoaprendizaje y autodisciplina y también de compañerismo. No hay maestro ni alumnos buenos o malos sino una retroalimentación. Esto es parte de la filosofía del parkour: dejar el ego de lado”, explica Alan.

Alan tiene ojos negros y unas cejas muy tupidas. Su cabellera castaña y barba también son abundantes y crespas. Es delgado y alto. A pesar de que dice que empezó mirando videos, antes de hacer parkour refiere que hizo acrobacia y artes marciales. Junto a él, está parado Emanuel Correa, quien es más callado y solo asiente frente a lo que Alan dice o hace alguna acotación. Es sábado, son cerca de las 15.30 y los dos entrenan en el parque detrás de la Biblioteca Nacional que tiene largas escaleras y piletas vacías que sirven para practicar saltos.

“El parkour es desplazarse de un punto A a un punto B. Hay que aprender a conocerse y a respetarse. Si das un salto y llegas de suerte no subiste un nivel, aprendiste cómo no llegar. Lo que aprendés físicamente lo tenés que trasladar a otros ámbitos. Si no te dejan hacer parkour en un lado, te vas a otro lado. Si cierran esto, hay dos Parkour Parks. Hay que adaptarse y seguir adelante”, afirma Alan.

El adaptarse y seguir también se aplicaría a las lesiones según Emanuel: “Yo tuve un esguince de tobillo, seguí practicando y se fue fortaleciendo”. Pero Alan es más categórico y dice que lesionarse no es ser “eficiente”- la eficiencia es uno de los valores del parkour - aunque él mismo tuvo un esguince de clavícula.

Cerca de las 16 llegan dos chicos más: Ulises y Sabrina García y el grupo empieza a calentar a pesar del viento helado que circula. Emanuel se saca ahí mismo el pantalón de jean y se pone un jogging gris amplio y unas zapatillas verdes con las suelas semi despegadas. En la parte de arriba sólo lleva una remera roja, si bien hacen menos de 10 grados.

Alan, en tanto, está más abrigado con un buzo bordo pero no se cambia los jean negros. Sabrina y Ulises, por su parte, están de jogging y buzos amplios oscuros y cómodos y Ulises lleva un gorro de lana.

Cada uno empieza por su lado a hacer una suerte de reconocimiento de las instalaciones, si bien la plaza es un lugar conocido para ellos. Saltan de una fuente a la otra. Prueban saltos con giros de costado y corren. Varias personas que parecen estar filmando un corto a unos metros, suben por la escalera a un hombre mayor en silla de ruedas. Éste luego se acerca y pregunta “¿Les puedo sacar una foto?”, a lo que los integrantes del grupo asienten. Otro hombre, que está en la filmación, también les habla y bromea “Ahora vengo yo a entrenar”.

En un momento, Emanuel, que se muestra muy ágil, se cae haciendo un salto de costado que ya había hecho varias veces frente a lo que Alan grita: “Whaaat?” y luego reflexiona: “Si tenés miedo de golpearte, te golpeas por eso mismo”.

En este punto, Ulises trae a colación un video del traceur Daniel Llabaca llamado “Elige no caer” y dice que “la solución es estar en el presente, si te preocupas por lo siguiente, te sale mal lo primero”.

“El parkour no es sólo desplazarse sino llegar. Hay dos máximas del parkour: Ser y durar; y ser fuerte para ser útil”, completa Alan.


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Camilo tiene 31 años, es periodista, especialista en tribus urbanas y ex traceur. Fan de David Bowie, suele cortarse el pelo como lo hacía el ídolo pop y, si bien es castaño, alguna vez se ha teñido de pelirrojo y a futuro quiere teñirse de negro azabache. A la cita, un sábado a las 18 en el bar Clásica y Moderna, llega con el pelo recién cortado con máquina estilo militar y una campera negra de cuerina que nunca se saca y que tiene el cierre en diagonal. Unos pantalones oscuros completan su vestimenta.

“Siempre soñé con ser Batman”, había dicho en tono de chiste vía Facebook, consultado por las motivaciones que él tenía para hacer parkour, pero una vez dentro del lugar y con un café delante cuenta una anécdota más dramática. “Me enteré de la existencia del parkour en 2007 leyendo un artículo que hablaba de un hombre que murió en una alcantarilla arrastrado por una tormenta. Él practicaba el ningunismo y sus amigos decían que hacía parkour. Su muerte fue porque hacía exploración urbana”.

La muerte de este hombre llamado Rodrigo Sierra hizo que Camilo empezará a ver videos de parkour y a su vuelta en Buenos Aires, contactó a un grupo que entrenaba en Parque Chacabuco.“Me dijeron ´ponete algo cómodo y vení´ y fui con mi equipo Adidas. Hice un año y medio y, en 2009, cuando empecé a trabajar los fines de semana lo tuve que dejar porque los entrenamientos eran los sábados a la mañana. Cuando entrenaba con el clan nunca me hice nada pero practicando solo me lastimé: En Puerto Madero me fisuré un dedo y detrás de la Biblioteca nacional me esguincé un pie”.

Según cuenta, todos usaban apodos y el suyo era Metro porque en esa época era “medio metrosexual” y también por el juego con la palabra metropolitano. “Me acuerdo que nos echaban de la Biblioteca Nacional porque cuando saltábamos caíamos en el techo del subsuelo y hacíamos ruido y había gente estudiando”. En Parque Chacabuco también tuvieron algún problema. “Una vez pegaron carteles de Jorge Telerman en los ductos de ventilación y yo los saqué y los que los ponían nos vinieron a buscar. Les pedí perdón pero mi clan quedó resentido conmigo y quizás por eso me fui”.

Ya lejos del clan se enteró que la agrupación se disolvió porque unos integrantes hip hoppers empezaron a hacer graffitis en Parque Chacabuco cuando uno de los lemas del grupo era respetar el ambiente.
“El parkour me pareció interesante porque había hecho Taekwondo y quería una actividad física en la que pudiera divertirme y siempre me molestó la competencia. Pero había compañeros que tenían las motivaciones más estúpidas. Uno, que nunca me cayó bien, decía que el parkour a diferencia del free running servía para escaparse de la policía. Esos tipos existen, van y duran poco. También había atletas que venían de la competencia y miraban despectivamente a los demás. Después había un chico de 11 años que hacía acrobacia y hacía un split espectacular. El parkour le gustó porque tenía la preparación física para hacerlo y porque es divertido. Era muy divertido”, concluye con un dejo de añoranza.

“Mi viaje empezó en España y luego fui a Letonia y Rusia. A España ya había ido, tengo familia allá. La Ciudad que más me impactó fue San Petesburgo pero la que más me gusta es Barcelona. Es como la mina linda de la cuadra. No se si es la más linda del mundo pero es como la vecina del barrio de la que uno se enamora.

En cuanto a las mujeres, en España casi más me conquista una africana pero no tuve éxito, por suerte,  porque me podría haber ido muy mal. Hay una parte que se llama La Rambla que es peatonal y durante la noche salen los gatos a jugar y gatos exóticos, de todas partes del mundo, especialmente de África. Siempre hay una muchacha negra como la noche que tiene muchas ganas de ver a qué sabe un argentino. Esas fueron textualmente sus palabras: I want to taste you.

Y después las mujeres rusas son intoxicantes, cautivadoras, elegantes. Demás esta decir que son rubias, de ojos claros, buenas medidas y altas pero incluso las no lindas son atractivas porque tienen algo que las distingue, no caen en la cosa grasa. Ahí te encontrás con mujeres grandes con mucha gracia y que seducen con todo el cuerpo. Y no son cerradas, a pesar de la concepción que se tiene de los europeos orientales. Son muy dados, más en verano cuando disfrutan de la Ciudad y aprovechan cada minuto de luz que tienen.

La idiosincrasia del europeo del este es, en algún punto, muy parecida a la de los argentinos. Estamos más cerca de un ruso que de un español. El español está muy aburguesado. El hecho de pertenecer al primer mundo le da pautas de conducta y entendimiento de las cosas que a nosotros nos parecen irrisorias. En cambio, los rusos tienen una existencia muy dura a pesar de que tienen un país maravilloso. El clima es bastante jodido y saben que pueden salir a la mañana y quedarse sin subte o sin colectivo. También los cagan con la inflación. Todas esas cosas a las que nosotros ya estamos acostumbrados pero los occidentales no. Por eso, quizás, lo que más me sorprendió no fue un lugar u otro sino la comparación entre ambos.

La comida en general es deliciosa. Para recomendar están los arenques del Báltico, los blinis, la gaseosa Kvas, las rabas al ajillo de Cataluña, los vinos de la Rioja y la cerveza Estrella de España. No recomendable es el agua mineralizada de Rusia que es como tomar Uvasal.

Lo que más me quedo del viaje fueron los nombres de las estaciones de trenes de España que son los más hermosos. Mientras acá tenes nombres como Lavalle, Florida y General Luzuriaga, allá una estación se puede llamar Mar de Cristal. Hay una que me gusto particularmente mucho en Barcelona que se llamaba Más allá de los besos. Es bastante shockeante salir del metro y encontrarte con eso  y más raro todavía fue cuando me volví a meter al subte y me dí cuenta que la última estación se llamaba Besos y que estaban extendiendo la línea. Son cosas bastante simples pero que me chocaron.



En San Petesburgo también tuve la oportunidad de ver las noches blancas, en las que no oscurece. Tenes dos a tres horas de oscuridad tenue. Poder salir con una lancha por el Río Neva, que es el principal, y ver como se elevan los puentes y pasar debajo con la noche constante de fondo es indescriptible.

Tan pronto tenga días en el trabajo vuelvo a irme. Recorrería los mismos lugares aunque seguiría buscando nuevos horizontes. Un poco más al norte, más al sur. Me quedaron asignaturas pendientes. En San Petesburgo, me gustaría vivir para empaparme de la cultura rusa. Yo tengo ascendencia y es fuerte porque te ves parecido en muchas cosas a la gente de ahí. En cuanto a Barcelona, ahí siempre se está volviendo”.
Estos conceptos opuestos calzan perfecto para describir la película de Derek Cianfrance, que narra el desgaste del matrimonio de Cindy (Michelle Williams) y Dean (Ryan Gosling). 


La historia es conocida: el tema es el la pareja que a lo largo de los años se vuelve dispareja por las distintas ambiciones personales y expectativas de sus integrantes. El recurso también es remañido: el relato se basa en flashbacks que permiten al director ir y volver para adentrar al público en la vida de los protagonistas. Sin embargo, lo que atrae del film no son las formas sino el contenido.

Para empezar a hablar, las actuaciones de Williams y Gosling son prácticamente insuperables. Quién mejor que el ex Diario de una pasión para retratar a un joven de bajos recursos y escasas aspiraciones, luego adulto, enamorado del amor, capaz de cualquier cursilería y entrega por conquistar a la mujer que desea. Y qué mejor que la otrora esposa engañada en Secreto en la montaña para caracterizar a una mujer eternamente conflictuada e insatisfecha.

Igual, como siempre, el todo es más que la suma de las partes ya que la combinación de la ingenuidad de Dean con la hostilidad de Cindy da lugar a una mezcla explosiva que tiñe de angustia la película. Esto, reforzado por la presencia de Faith Wladyka que hace de Frankie, la hija de ambos.

El clima de desazón también es generado por la técnica del flasback y la contraposición de imágenes de un pasado más luminoso y afable y un presente oscuro y ríspido. A pesar de las distancias, los pasajes están bien concretados porque no son disruptivos sino que se van insertando en el relato. Además, las imágenes del antes son menos pulcras con planos fuera de foco y mucho movimiento de cámara emulando la fugacidad e inconsistencia de los recuerdos.

En definitiva, Blue Valentine es un drama bien realizado, sin edulcorantes, basado en una historia que podría ser la de cualquiera sujeto a la contradicción que ocasiona la idea de un amor eterno entre sujetos finitos.
 María Julieta Rumi
“Yo quiero ser astronauta”, decía Martín, uno de mis compañeros de orientación vocacional en el Borda. Claro que con ese escenario de fondo lo suyo no podía ser considerado locura ya que para eso había que ingeniárselas un poco más. “¿Sabes dónde se estudia? ¿Hay posibilidades en la Argentina”, le preguntaba la coordinadora de grupo, a lo que el pseudo Armstrong respondía con los hombros encogidos.

Yo no me salía de mi asombro ya que en mi incipiente quinto año ya tenía memorizadas páginas completas de la guía del estudiante como las que contenían los programas de las carreras de Ciencias de la Comunicación, Ciencias Políticas e Historia. No solo eso, sino que tenía una inclinación por el periodismo y había entrevistado a dos futuros colegas de los diarios La Razón y Página 12 acerca de su experiencia.

Esto, hasta el primer embate cuando fui a las charlas vocacionales en la Feria del Libro donde Eduardo Aliverti se encargó de bajarme de un ondazo con gráficos lapidarios sobre el número de egresados de Ciencias de la Comunicación. Era víctima de una provocación, tenía bronca y le contestaba al aire que yo sí la iba a terminar.

Después vino el nerdísimo CBC, cuyas notas no se iban a volver a repetir en los años de la carrera, y la inserción laboral como operadora telefónica en asistencia al vehículo de Universal Assistance. De esa experiencia saqué ahorros y fuerzas para inscribirme de una vez por todas en el terciario de periodismo, previo el taller del Rojas a cargo del profesor Osvaldo Baigorria.

Publicable, casi publicable o no publicable pasaron a ser los nombres de mis trabajos o garabatos con palabras, seguidos de una muy buena, aceptable o mala sensación. El trabajo de secretaria me ayudó a sostenerme y a mantener mi ritmo alocado de malabares entre la carrera, el terciario y el laburo.

En esta historia reciente, por último, vino el cargo de redactora en Ciudad1 y la inevitable crisis existencial de los últimos años de la carrera en la que me encuentro parcialmente sumergida pero con altas probabilidades de que salga el sol. Porque uno tiene que guiarse por lo que siente y porque no hay Dios del periodismo que designe quien está predestinado y quién no. Cada uno escribe con sus tintas su destino.
¿Por qué no me llama? ¿Qué es lo que hice mal? expectativas y frustración son algunos de los elementos de los vínculos afectivos así como también de las relaciones de trabajo.

Esta comparación no es nada extraña si nos ponemos a pensar en las primeras impresiones en una entrevista laboral o en una primera cita romántica. La sensación de ser juzgado por lo que uno dice o por cómo se ve en estos dos ámbitos es de lo más normal. Y uno se prepara. Tiene algún speech para esquivar con gracia el escollo de una relación conflictiva del pasado, resalta sus capacidades y esconde en el placard sus puntos flacos o las cuestiones que podrían ahuyentar a cualquiera.

Pasado ese momento viene la espera acompañada por un razonamiento táctico acerca de cuándo es conveniente o no llamar y así mostrarse interesado y, al mismo tiempo, vulnerable si el otro no quiere saber nada o por el momento no se decidió porque examina otros prospectos. Finalmente la comunicación llega o no, lo que igual no baja la ansiedad ya que o 1) hay que seguir buscando  o 2) quedan por adelante más encuentros o un entrenamiento tortuoso sin que uno se haga la idea acerca de hacia dónde va la cosa.

Otro capítulo merece la consolidación de la relación. En la oficina al igual que en casa uno se puede encontrar involucrado en relaciones insanas del tipo sadomasoquista, parasitaria o de meta sexual inhibida. Esos vínculos claramente tienen su enganche pero son más fugaces que los basados en una comodidad de tipo ritual que hacen que, si bien uno podría está mucho mejor en otro lado, tan mal no está y da fiaca salir de la confort zone para emprender la cacería.

En cuanto a los finales, son todos iguales: uno deja o es dejado. Generalmente, convirtiéndose la rutina de cada uno en un patrón. Dos extremos son El serial dater que nunca se queda quieto/a y va de mina/tipo en mina/tipo y de laburo en laburo sin un rumbo claro; o el que deja su vida y aliento ingratamente en una relación o trabajo que, como caballo de estatua, no lo caga pero no lo lleva a ningún lado. Más allá de esto la idea es disfrutar, en la medida de lo posible, y no perder el respeto por uno y por el otro.

María Julieta Rumi

Vintage a full

La Ciudad está llena de ferias americanas de toda índole: de vestidos de fiestas, temáticas y a beneficio. Una forma de subsistencia que se convirtió en una alternativa chic para curiosos.

Comprar ropa es una delicia para muchos y más cuándo te sale barato. También resulta placentero el hecho de descubrir novedades con reminiscencia a distintos estilos. Sin embargo, todavía existen muchos prejuicios hacia lo usado relacionados con la higiene del otrora portador.

Más allá de esto, se encuentran las personas necesitadas que solo pueden acceder a la ropa de segunda mano por costos y los buscadores de pilchas crónicos a los que les encanta revolver canastos y pasar revista por los percheros, aunque la conquista tenga que pasar por el lavarropas antes de ponérsela encima.

En este sentido, entre los lugares más innovadores se encuentra Atuendos Trash, una feria americana a unas cuadras del Alto Palermo con ropa original de los 50, 60, 70 y 80, que combina camisas, remeras y abrigos con películas y vinilos.

También se destaca Mucha ropa, pocas perchas -un poco más lejos, en San Isidro- local en el que se pueden alquilar vestidos, tops, faldas y accesorios de fiesta usados de diseñadores nacionales e internacionales.

En cuanto a los costos, no hay dudas, no hay lugar más barato que las ferias impulsadas por iglesias como la de Santa Rosa, en Avenida Belgrano y Pasco, donde se pueden conseguir carteras, collares y trajes desde tres pesos. Gangas con historia incluida.

María Julieta Rumi
El devenir de la vida entre casualidades y causalidades siempre fue un de tema que fascinó a los hombres. Esta tópica suele encontrarse mucho en las películas, representada varias veces a través de un personaje en crisis que se encuentra con un otro ajeno que le hace replantearse su existencia. De eso se trata Un Cuento Chino.


Ricardo Darín hace de Roberto un ferretero ermitaño de descendencia italiana que vive en la casa al lado del local donde trabaja. Su existencia se desenvuelve todos los días a través de rutinas preestablecidas -que se asemejan a un trastorno obsesivo compulsivo- como comer las mismas comidas, hablar con los clientes habitúes e irse a dormir a las 23 en punto, sin falta.

Sin embargo, esta repetición constante se ve alterada por la aparición del chino Jun (Huang Sheng Huang) que busca a su tío residente en la Argentina y no habla castellano. El joven perdió a su prometida, quien murió en un tragicómico accidente cuando una vaca cayó sobre ella.

De allí en adelante, la película muestra los intentos de comunicación, más allá del lenguaje, entre dos personas cuyas vidas están signadas por el dolor. Roberto tiene que aprender a convivir con el chino al que aloja momentáneamente en su casa y también a relacionarse con Mari (Muriel Santana), la cuñada del diariero que está enamorada de él.

El film resulta entretenido, bien narrado, ambientado y filmado, logro del director Sebastián Borensztein. Los chistes y guiños referidos a la argentinidad se repiten así como los relatos que se mezclan en la trama a raíz de los recortes de diario de historias asombrosas que colecciona Roberto.

En cuanto a la escenografía, esta ilustra adecuadamente la situación de alguien que se quedó varado en el tiempo, ayudada por primeros planos bien seleccionados y una cámara que gira 180 grados en el comienzo para distinguir la historia del chino de la del argento.

En definitiva, la segunda obra de Borensztein sirve para comprobar que el cine argentino no es aburrido ni pobre y que Darín no solo hace de Darín.  Al igual que películas como El Gran Torino, del Clint Eastwood, o Las locuras del Señor Smith, protagonizada por Jack Nicholson, Un Cuento Chino deja la sensación de que el encuentro entre estos dos individuos no fue en vano y que todo en la vida tiene un porqué.

María Julieta Rumi